El estrés ha sido llamado la enfermedad del siglo XXI. Estamos en una época en la que se nos exige mucho para recibir poco a cambio, lo que unido a la sociedad de consumo que genera necesidades donde antes no las había, pone a prueba nuestros mecanismos mentales de defensa.
Y es que, el estrés es, en definitiva, un mecanismo fisiológico de defensa ante situaciones que se perciben como amenazantes o peligrosas, el cual tenemos gracias a millones de años de selección natural y que, en su origen, probablemente sirviera para huir de fieras salvajes, tribus rivales, incendios o terremotos, es decir, para la supervivencia.
Sin embargo, debido a complicados mecanismos asociativos, ahora respondemos con estrés ante situaciones cotidianas como si fueran amenazas físicas. Hablar en público, los problemas con el coche, acudir al dentista, presentarse a unos exámenes, reuniones con el jefe, entrevistas de trabajo y demás son las nuevas guerras y peleas a las que nos enfrentamos prácticamente cada minuto, lo que nos hace vivir estresados. De hecho, incluso cuando las “amenazas” dejan de estar presentes seguimos sobrecargando los mecanismos de defensa de nuestro organismo preocupándonos, arrepintiéndonos, quejándonos…
Y este problema, que al final pareciera un simple caso de nervios que podrían solucionar unas vacaciones, es bastante más complicado y peligroso de lo que aparenta, pudiendo generar consecuencias de la talla de úlceras o enfermedades cardiacas, además de depresiones, insomnio, lesiones deportivas, bruxismo, disminución de la fertilidad, del deseo sexual, del autoestima, o de los procesos psicológicos básicos (atención, memoria, toma de decisiones…). Visto lo visto, ¿para qué estresarse?
Enfrentarnos a un mecanismo fisiológico y mental tan asentado y potente es complicado, pero podemos atenuar sus efectos con técnicas de respiración.
Nuestros problemas diarios aumentan nuestra preocupación, lo cual alimenta nuestro estrés y sus manifestaciones fisiológicas, como taquicardias, sudoración o respiraciones más rápidas. Como casi todos los caminos, este puede ser recorrido a la inversa y, con respiraciones controladas, podemos bajar nuestras pulsaciones por minuto y mandar un mensaje a nuestro cerebro: todo va bien, no hay de qué preocuparse.
Se trata de buscar una postura cómoda, preferiblemente sentados, con la espalda apoyada en un respaldo, manos en reposabrazos, pies en el suelo y ojos cerrados y comenzar a respirar de forma profunda y lenta, sintiendo en las inspiraciones cómo el aire llena nuestro abdomen, luego nuestro tórax para, finalmente, levantar nuestra clavícula. Tras retener el aire unos segundos, procedemos a la espiración, recorriendo el camino inverso (baja clavícula, se vacía tórax y se vacía abdomen). Tras varias repeticiones y varios ensayos, al final podremos automatizar esta técnica y conseguir rebajar nuestras pulsaciones en distintos contextos y en poco tiempo, lo que nos ayudará a reducir nuestra ansiedad y nuestro estrés y, en última instancia, a rendir mejor y tener una mejor salud.
Existen técnicas más elaboradas y complicadas para enfrentarnos al estrés, como las distintas técnicas de relajación o la parada de pensamiento. Evidentemente, todas ellas, incluida la respiración, se optimizan bajo la guía y tutela de un profesional.
Jaime Marcos