La necesidad humana de clasificar y nombrarlo todo es patente: ríos, conceptos e incluso las propias palabras y gramáticas reciben una nominalización específica en la mayoría de las culturas. En este sentido, se han hecho, a lo largo de la historia, distintas taxonomías para organizar a las personas en función de la forma en la que suelen comportarse, de sus aficiones y gustos. Desde el horóscopo a las teorías de la personalidad, hemos encontrado fascinante el que una entidad externa arroje algo de luz sobre quiénes somos, como técnica alternativa o complementaria a la introspección, ejercicio consistente en reflexionar sobre nuestras propias conductas, emociones, pensamientos, etc.
Dichas clasificaciones tienen su utilidad en el sentido de que ayuden a las personas a ser más felices y en el de facilitar la comunicación entre profesionales. Dentro de las mismas, algunas se sostienen sobre teorías más solidas, sometidas a procesos estadísticos, y otras están más sujetas a la observación y a la interpretación de los autores y sus currículos.
La Profecía Autocumplida
Desde un punto de vista orientado al desarrollo, existe algún riesgo en la libre interpretación de estas agrupaciones. Y es que, si bien prácticamente todas ellas insisten en su propia limitación práctica en el caso por caso, es muy atractivo tener una justificación para nuestros actos, sobre todo para aquellos con los que no estamos del todo conformes.
Así, atribuir a una persona concreta características supuestamente compartidas por todas aquellas pertenecientes a su grupo de referencia puede, además de representar la base de ciertas ideologías, estigmatizar a esa persona, sesgando la atención tanto de quien la mira como de ella misma, centrándonos así en los aspectos que confirman nuestra teoría previa y desechando los que la desmienten.
Además, esto puede situarnos en una zona de confort, en la que justifiquemos nuestros comportamientos no deseados en base a nuestro “ser” o a nuestra personalidad. Por ejemplo, “no estudio porque soy vago”.
Teniendo todo esto en cuenta, se hace evidente que este proceso favorece los mecanismos psicológicos orientados a mantener las conductas coherentes con la teoría previa, produciéndose así un fenómeno de profecía autocumplida, generando un efecto de retroalimentación.
Contra esto, podemos sustituir los “soy” por los “hago”. Los “soy” llevan implícito un matiz de inmutabilidad. Somos altos, rubios, delgados… si asumimos que somos vagos, mandones, irascibles o depresivos, corremos el riesgo de, como decíamos antes, justificar nuestro comportamiento en base a nuestra esencia (“es que yo soy así”). Nuestras acciones, sin embargo, son mutables, susceptibles de ser modificadas. Por ejemplo, “no estudio porque salgo demasiado con mis amigos”. Nos dejan abierta una puerta a la solución (“puedo estudiar más si no salgo tanto con mis amigos, si realmente quiero estudiar más”).
Años de polémica en investigación en psicología sobre si “hacemos porque somos” o si “somos porque nos comportamos así”, han dejado un camino abierto hacia la proverbial historia del huevo y la gallina. Sin embargo, desde un punto de vista práctico y del de la psicología orientada al desarrollo parece que es más útil centrarnos en aquello que está bajo nuestro control, es decir, las conductas.
Tanto cambiar nuestro foco de atención del “soy” al “hago” como modificar nuestro comportamiento, son procesos largos con bastante profundidad. Requieren de mucha motivación y, la mayoría de las veces, de la guía de un profesional. Pero ya sabéis, si no lo hacéis, no es porque seáis vagos, o viejos o inflexibles. Es, sencillamente, porque no lo estáis haciendo.
Por Jaime Marcos