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¿Cómo gestionar las broncas con mis hijos?

Cada día puedo observar cómo los padres echan la bronca, o más bien, sermonean a sus hijos por aquello que hacen y/o dejan de hacer. Lo que me pregunto es si de verdad funcionan, o es que en realidad no encontramos alternativa alguna a las broncas. En este post analizaré las causas, los objetivos y propondré alguna opción diferente que sea más constructiva.

Si lo pensamos bien, suelen ser varias las causas por las que solemos echar la bronca a nuestros hijos:

  • Nuestros hijos se equivocan y no siempre sabemos enfocar de forma productiva el aprendizaje que le damos.
  • No nos gustan algunas de las cosas que hacen. Y, por supuesto, nosotros sabemos muy bien cuáles son las cosas más adecuadas que deberían hacer en cada momento.
  • Somos animales de costumbres y tenemos una fuerte tendencia a repetir de forma automática algunos hábitos que se nos han ido transmitiendo de generación en generación, sin que hayamos dedicado un solo minuto de reflexión a cuestionarlos o a analizar su verdadera razón de ser.
  • Nos pillan en un momento de mal humor y saltamos a la mínima con ellos, que son la parte más débil.
  • Nos vienen bien para desahogarnos en un momento dado. Dar consejos a otros es uno de los grandes placeres que experimentamos en la vida. Se siente uno tan listo y se queda tan relajado después de haber soltado una perorata supuestamente inteligente. Pero, ¡ay, si realmente pudiéramos ver por un agujerito los verdaderos sentimientos que hemos generado en el otro!

¿Qué pretendemos conseguir con las broncas?

En el mejor de los casos, actuamos con nuestra mejor intención hacia nuestros hijos, con el objetivo de hacerles comprender determinadas actitudes o acciones incorrectas, para ayudarles a corregirlas o sustituirlas por otras más positivas. Según nuestro criterio, claro.

Efectos reales de las broncas a nuestros hijos

La realidad es que lo que solemos conseguir con estas broncas dista mucho de las expectativas que teníamos. Algunos de los efectos que acaban teniendo son los siguientes:

  • Nuestros hijos suelen desarrollar un escudo de protección ante los sermones, de forma que, cuando nos ven llegar con nuestra reprimenda, desconectan y esperan a que pase el chaparrón, sin haber escuchado lo más mínimo del mensaje que les hemos lanzado. Simplemente pasan o, lo que es peor, a veces nos responden de malas maneras y acabamos a gritos sin haber resuelto nada.
  • En un primer momento, nosotros nos desahogamos diciéndoles lo que pensamos. Pero al ver su reacción, nos quedamos con un sentimiento de impotencia y frustración.
  • Si las broncas acaban por ser demasiado frecuentes, corremos el riesgo de romper completamente el canal de comunicación con nuestros hijos de manera casi irreversible. ¿Y después qué?

¿Qué otras alternativas más eficaces y positivas tenemos?

Antes que nada, pensemos en nosotros mismos. ¿Cómo preferimos que nos muestren sus discrepancias nuestra pareja, los amigos, los compañeros, el jefe, etc.? Desde luego no con una charla aburrida y, menos aún, con una bronca.

En mi opinión, creo que es preferible que se den las siguientes condiciones:

  • Educación y respeto hacia mi persona.
  • Eligiendo el momento adecuado y preferiblemente a solas.
  • Diciéndome claramente los motivos de su discrepancia y permitiéndome la posibilidad de rebatir lo que se me dice.

Con estas premisas, yo propondría las siguientes alternativas a los sermones:

  • Si algún comportamiento o actitud nos pone furiosos, contemos hasta diez y cerremos la boca, aunque notemos que nos sale humo por las orejas. Ese no es el momento de hablar. ¡Calma! En todo caso, digamos que de esto ya hablaremos más despacio en otro momento.
  • En frío, reflexionemos sobre lo que nos ha puesto furiosos e intentemos razonar sobre ello, tratando de elaborar con serenidad el mensaje que le queremos transmitir a nuestro hijo. Asumamos que nuestros hijos son diferentes a nosotros y tienen todo el derecho a tener sus propios puntos de vista. Los hijos no son cuadernos para colorear.
  • Busquemos o aprovechemos la ocasión más adecuada para hablarlo con él como personas civilizadas.
  • Compartamos momentos con ellos: comidas, cenas, paseos, programas de televisión. Así suelen surgir ocasiones para tratar determinados temas que nos interesan y ellos pueden estar más receptivos a hablar sobre ellos.
  • En vez de sermonearles, hagámosles pensar, por ejemplo, utilizando preguntas abiertas del tipo: ¿qué opinas de esto?, ¿cómo te sentirías tú en esta situación?, ¿en qué te basas para pensar esto?, ¿cómo crees que me puedo sentir yo después de lo que acabas de decir o hacer?
  • Si en alguna ocasión tienen el comportamiento o la actitud que nosotros queremos, digámoselo mostrando claramente nuestro agrado con algún elogio. Reforcemos lo positivo que tienen, que es mucho. Veamos todo el folio y no sólo el punto en el medio.

De todas formas, no nos desesperemos, no se trata de intentar ser los padres perfectos. Para educar a un hijo hacen falta grandes dosis de paciencia, que muchas veces no tenemos. Si se nos escapa alguna bronca, qué le vamos a hacer, somos humanos, pero lo importante es que estemos convencidos de que los sermones son inútiles.

Por Javier Ambrona

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