El pasado lunes, España vivió uno de esos episodios que recordaremos durante años: un apagón que nos dejó sin electricidad y sin internet durante más de 10 horas. El país entero (salvo las islas, Ceuta y Melilla), de norte a sur, vivió un mismo fenómeno, pero lo curioso es que no todos lo experimentamos de la misma manera. Este evento, inesperado y disruptivo, nos regaló un escenario perfecto para observar cómo funcionamos como sociedad y, sobre todo, cómo funcionamos como personas.
Desde la Psicología, creemos firmemente que los acontecimientos extraordinarios (como este apagón) son oportunidades para mirar hacia dentro, para observar nuestras emociones y comportamientos sin juicio, con curiosidad. Y lo que observamos este lunes fue la manifestación de dos formas muy diferentes de estar en el mundo, de vivir una misma realidad: dos Españas, dos maneras de enfrentar lo incierto.
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Los diferentes puntos de vista del apagón
La España del agobio
En una de esas Españas, el apagón fue el inicio del caos. En cuanto los móviles dejaron de funcionar y las luces se apagaron, surgió una ola de ansiedad colectiva que llevó a muchas personas a llenar los supermercados como si el fin del mundo estuviera cerca. Estanterías vacías, colas interminables, empujones. Algunos incluso hablaban de ataques cibernéticos, guerras eléctricas, alienígenas, teorías conspirativas… Y no podemos culpar del todo a quienes pensaron así. Venimos de una pandemia mundial, vivimos la nevada histórica de Filomena, asistimos con asombro al despertar del volcán de La Palma… ¿Quién podría negar que lo próximo sean extraterrestres?
Sin embargo, más allá de la exageración o el humor, lo que se vio reflejado en esas reacciones al apagón fue un estado emocional generalizado de saturación. Cuando el entorno cambia bruscamente y sentimos que perdemos el control, es normal que se dispare nuestro sistema de alerta. Es comprensible que nos invada el miedo y que, como seres humanos, recurramos a conductas que nos ofrezcan una falsa sensación de seguridad: almacenar comida, buscar información aunque no sea fiable, compartir teorías que expliquen lo que nos supera.
Esta parte de España no es débil ni menos madura. Es simplemente la expresión de un miedo acumulado, de un cansancio emocional que muchos arrastramos desde hace años y que, cuando no se gestiona, encuentra cualquier excusa para estallar (como este apagón). Porque cuando vivimos demasiado tiempo en piloto automático, pendientes de lo urgente y no de lo importante, cualquier interrupción nos parece una amenaza, cuando tal vez sea una oportunidad.
La España de la calma
Y luego estaba la otra España. La que también perdió la luz y el wifi, la que también tuvo que salir corriendo a recoger a los niños, improvisar cenas sin microondas, buscar una radio de pilas. Pero una vez cubiertas las necesidades básicas, eligió un camino diferente: el de parar, respirar, observar.
En muchos barrios de todo el país, vimos algo que hace mucho no veíamos. Familias enteras saliendo a las calles con velas o linternas, vecinos compartiendo bancos en las plazas, niños jugando sin pantallas, adolescentes hablando (sí, hablando) entre ellos, sin auriculares ni pantallas. Las terrazas se llenaron de personas que decidieron que, ya que no podían mirar el móvil, mirarían a los ojos. Surgieron conversaciones que parecían enterradas bajo la rutina. Alguien sacó una guitarra. Otro trajo unas cervezas. Hubo quien bailó bajo la luz de la luna, quien redescubrió a su pareja, quien jugó con sus hijos sin interrupciones.
Esta España no era más afortunada, ni más rica, ni más preparada. Era una España que eligió la conexión humana en lugar del pánico producido por el apagón. Que aceptó la incertidumbre como parte de la vida. Que aprovechó la desconexión digital para reconectar con lo esencial.
Mismo apagón, diferentes respuestas
Lo más interesante desde una mirada psicológica es que ambas Españas podían coexistir en una misma calle, incluso en una misma familia. Dos personas con circunstancias prácticamente idénticas vivieron el apagón de formas completamente distintas. Una lo vivió como una amenaza y reaccionó con ansiedad, anticipando lo peor. Otra lo vivió como un paréntesis, una oportunidad para descansar del ruido y del ritmo frenético.
La diferencia no estuvo en lo que pasó afuera durante el apagón, sino en lo que pasó adentro. Porque el apagón fue igual para todos, pero el modo en que lo interpretamos y lo gestionamos fue profundamente personal. Y esto nos habla de la importancia de nuestro mundo interno, de nuestras creencias, nuestras emociones y nuestra capacidad de regularnos.
No es un juicio, es una invitación a reflexionar: ¿desde dónde estamos reaccionando ante la vida? ¿Desde el miedo o desde la confianza? ¿Desde la saturación o desde la presencia? ¿Desde la dependencia constante de estímulos externos o desde la capacidad de adaptarnos, incluso de disfrutar, cuando todo se apaga?
¿Qué nos enseña el apagón?
El apagón no solo apagó las luces; iluminó muchas cosas. Nos mostró que dependemos excesivamente de la tecnología, pero también que podemos sobrevivir (y hasta disfrutar) sin ella. Nos recordó que cuando las pantallas se apagan, el mundo real sigue ahí: los rostros, las risas, las charlas, los abrazos. Que la conexión más importante no es la del wifi, sino la que sentimos con quienes nos rodean.
Nos enseñó que, aunque no podamos controlar los imprevistos, sí podemos decidir cómo vivirlos. Que el caos puede ser una excusa para el miedo, pero también una puerta hacia la calma. Que cada crisis es una invitación a detenernos, a preguntarnos si la forma en que estamos viviendo es la que realmente queremos.
Y nos recordó algo fundamental: que el ser humano, en su esencia, busca el vínculo, la comunidad, el sentido. Y que a veces, cuando todo se apaga, encontramos la luz en lugares inesperados.

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La importancia de la regulación emocional
Como psicólogos, sabemos que lo que diferencia a una persona que reacciona con ansiedad de otra que lo hace con serenidad no es una cuestión de carácter o de fortaleza, sino de recursos emocionales. Quienes han aprendido a identificar sus emociones, a regular su ansiedad, a sostener la incertidumbre, tienen más herramientas para navegar en tiempos difíciles.
Eso no significa que no sientan miedo, sino que saben cómo gestionarlo. Y esas herramientas no son innatas: se aprenden, se entrenan. La inteligencia emocional no es un lujo, es una necesidad en un mundo cada vez más imprevisible.
Por eso es tan importante que, más allá del apagón, nos preguntemos: ¿estamos dedicando tiempo a cultivar nuestra salud mental? ¿Nos damos permiso para parar? ¿Sabemos cómo cuidar de nosotros y de los demás cuando el mundo se tambalea?
Una llamada a la reflexión
Este apagón nos ha dado una lección silenciosa, sin notificaciones ni titulares. Nos ha demostrado que en medio del caos podemos encontrar belleza, que la vida tiene más matices que el blanco y el negro, y que cada uno de nosotros tiene el poder de decidir desde qué lugar quiere mirar.
Así que, la próxima vez que algo se apague —sea la luz, el internet o nuestras certezas—, tal vez podamos recordar lo que aprendimos este lunes. Tal vez podamos elegir la calma, el encuentro, la pausa. Tal vez podamos aprender a vivir con más presencia, con más conciencia, con más humanidad.
Porque en un mundo hiperconectado, tal vez el verdadero lujo sea desconectar. Y en un país donde a veces nos polarizamos tanto, tal vez lo más revolucionario sea escuchar, compartir y bailar juntos bajo las estrellas.
Y tú, si se vuelve a ir la luz… ¿desde dónde vas a vivirlo?
Por UPAD Psicología y Coaching